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Peso del narcotráfico en la economía sería del 4,5 % del PIB

Policía Antinarcóticos en erradicación manual de cultivos ilícitos en Nariño.

Policía Antinarcóticos en erradicación manual de cultivos ilícitos en Nariño.

Foto:Jaiver Nieto. EL TIEMPO

Colombia alcanza nuevos máximos de producción de cocaína. Análisis de Ricardo Ávila.

Ningún medio de comunicación en Colombia pasó por alto la noticia de esta semana, según la cual durante enero no se erradicó ni una sola hectárea de coca en el territorio nacional. Más allá de las explicaciones dadas por la Policía, en el sentido de que temas de contratación habrían impedido comenzar a adelantar esa labor a tiempo, lo ocurrido representa un quiebre con lo acostumbrado en un país que lucha contra los cultivos ilícitos.
Las autoridades sostienen que no se ha bajado la guardia en este frente. De acuerdo con las estadísticas del Ministerio de Defensa, a lo largo del primer mes del año subieron las cifras de laboratorios destruidos, al igual que de incautaciones o inmovilizaciones de aeronaves asociadas al narcotráfico. “Estamos fortaleciendo las actividades de interdicción”, subrayó el general Hélder Fernán Giraldo, comandante de las Fuerzas Militares.
Sin embargo, más de un analista observa el desarrollo de los hechos con preocupación. Después de que las Naciones Unidas reveló que en 2021 el área cultivada de coca alcanzó un máximo histórico de 204.000 hectáreas, aumenta la probabilidad de que haya comenzado otro ciclo de expansión que llevaría a una mayor oferta de cocaína a nivel global.
De llegar a ser así, y a menos que se fortalezcan estrategias destinadas a golpear otros eslabones de un enorme negocio, el flujo de recursos provenientes de esta actividad seguirá financiando a múltiples grupos armados e impulsando el lavado de activos. La capacidad de desestabilización de este tipo de “bonanzas” es conocida y basta con mirar la historia reciente del país para concluir que no lleva a nada bueno.
Daniel Mejía, profesor asociado de la Universidad de los Andes y autor de varias publicaciones sobre el tema, deja en claro que este no es un asunto menor: “Puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que el peso del narcotráfico en la economía colombiana está por el orden del 4,5 por ciento del Producto Interno Bruto, concentrado en unos pocos grupos criminales que tienen gran poder de daño”.
Mientras tanto, las grandes naciones consumidoras concentran su mirada en los opioides, cuyo consumo sigue al alza y son un verdadero problema de salud pública. En el caso de Estados Unidos, el fentanilo —cuyo poder supera con creces al de la morfina— causó dos terceras partes de las 108.000 muertes por sobredosis registradas en 2021 (las metanfetaminas son responsables del resto).

Otro camino

El número equivale a un 25 por ciento de los fallecimientos que dejó la pandemia en ese mismo año. No obstante, mientras los contagios y decesos asociados al covid-19 son ahora una fracción de los de esa época, la emergencia ocasionada por los compuestos químicos no cesa.
Todo lo anterior pone de presente algo en lo cual coinciden no pocos líderes y la mayoría de los expertos: la guerra contra las drogas ilegales es un fracaso descomunal. Tras miles de millones de dólares gastados en interdicción y represión, al igual que de incontables vidas sacrificadas, el problema muestra tendencia al aumento.
Por esta razón suenan con más fuerza las voces en favor de la legalización, que vendría acompañada del debido marco regulatorio para evitar abusos y distorsiones. Los partidarios de la idea subrayan que así desaparecerían las rentas que capturan los delincuentes y las autoridades podrían concentrarse en políticas de prevención y manejo de las adicciones.
Tal como lo ha dicho Gustavo Petro en varios foros internacionales, Colombia es firme defensor de la iniciativa. Pero, así como tantos comparten la propuesta, también es cierto que la comunidad global se encuentra profundamente dividida al respecto, pues potencias como China o India —para solo mencionar dos ejemplos— son partidarias del prohibicionismo absoluto.
Sin desconocer que en buena parte de occidente se ha avanzado hacia la descriminalización del consumo, o que el cultivo de la marihuana con fines recreativos es permitido en varias latitudes, todavía la humanidad está muy lejos de llegar a un consenso. Incluso las encuestas muestran que la opinión en diferentes democracias mira con recelo una apertura mayor, así acepte algunas experiencias piloto.
Debido a ello, ningún país se atreve a dar el paso de manera unilateral, ante el temor de convertirse en una especie de paria. El espectro de sanciones de todo tipo o limitaciones a la movilidad de los ciudadanos conduce a una especie de laberinto sin salida, en el que abundan los desenlaces indeseables.
Aun si el panorama es deprimente, hay que aceptar que ciertos escenarios son peores que otros. Para Colombia, cruzarse de brazos sería ir en contra de sus propios intereses, dadas las múltiples ramificaciones que nacen del flagelo de la cocaína.
Hacerse ilusiones respecto a que los retos actuales van a desaparecer o vienen en descenso, no es válido dada la información en contra. Por ejemplo, el auge de los opioides si acaso sustituye de manera muy parcial la demanda de heroína, pero en realidad es un dolor de cabeza de proporciones mayúsculas.
Para comenzar, el número de usuarios —61 millones de personas en el planeta, según Naciones Unidas— se duplicó entre 2010 y 2020. Además, los compuestos de este tipo se mezclan con otros fármacos. Los reportes provenientes de Nueva York indican que, en el caso de las muertes por sobredosis atribuibles al fentanilo en 2021, 40 por ciento de las autopsias revelaron la ingestión combinada de cocaína.

La actividad sigue

Datos como este alejan la impresión de que el negocio asociado al polvo blanco atraviesa una crisis. Por el contrario, la ONU sostiene que los 21 millones de consumidores que este tendría en los cinco continentes, sugieren un incremento permanente de largo plazo en su utilización.
Obviamente las restricciones ocasionadas por la presencia del coronavirus deprimieron puntualmente el mercado de la que es descrita como una droga que se inhala en espacios sociales. Pero finalizado el periodo del distanciamiento, las fiestas están de regreso y con ellas la intención de recuperar el tiempo perdido.
Mientras eso sucede, los narcotraficantes mantienen el objetivo de llegar a más lugares. Sin desconocer que los principales destinos son los mismos, pues Norteamérica concentra la mitad de los despachos y Europa un 30 por ciento adicional, Asia, África y Oceanía muestran una gran dinámica.
Australia, para citar un caso concreto, es el lugar del mundo en donde es mayor la proporción de individuos de más de 14 años de edad que reportan haber consumido cocaína: 4,2 por ciento en 2019, de acuerdo con la ONU. Si bien la caracterización de los usuarios habla de hábitos de uso moderado, el punto es que la distancia geográfica no es un obstáculo para los comerciantes de productos ilícitos.
Semejante verdad repercute en Colombia, que en 2020 alcanzó una participación del 61 por ciento en la fabricación global del alcaloide. El resto, compartido entre Perú, Bolivia y, en menor grado, Ecuador, da una capacidad de manufactura cercana a las 2.000 toneladas en ese año.
Tales cifras seguramente cambiarán cuando se actualicen las estadísticas totales. Solamente en el caso colombiano la mayor área cultivada habría elevado la producción a 1.400 toneladas anuales, las cuales se consiguen al procesar más de 200.000 toneladas de hoja de coca.
Los mapas satelitales confirman que las principales áreas de cultivo están en Norte de Santander, el sur de Bolívar y Córdoba, el nororiente antioqueño, al igual que Cauca, Nariño y Putumayo. Caquetá, Guaviare y Meta, en comparación, pesan mucho menos en las cuentas finales, aunque aparecen en el mapa.
Alrededor de las zonas de siembra surgen los demás eslabones de la cadena que concluyen en el polvo blanco de alta pureza que se obtiene tras una serie de procesos químicos. La discusión sobre cuánto reciben los encargados del proceso nunca terminan y más de un académico se queda con el valor de mil dólares por kilo en la puerta del laboratorio.

Donde duele

Sin embargo, Daniel Mejía, dice que “los narcos colombianos venden la droga una vez está en un puerto del Pacífico, en la frontera con Venezuela o sacándola por Ecuador”. Agrega que en ese punto “el precio puede oscilar en dos y siete mil dólares por kilogramo, con lo cual sus ingresos globales son mucho mayores de lo que muchos piensan”.
Vale la pena aclarar que esos ingresos no se deben calcular sobre la producción bruta, sino que hay que obtener el neto tras las incautaciones, que ascendieron a 671 toneladas en 2022, según el ministerio de Defensa. Los departamentos con los mayores volúmenes fueron Nariño, Bolívar y Valle del Cauca, aunque en general las operaciones se concentran en las áreas costeras y fronterizas.
Dado el impacto que esas entradas tienen sobre las zonas productoras, la seguridad y la economía en general, Colombia no puede ignorar los riesgos que una actividad ilegal de semejante tamaño puede ejercer sobre su estabilidad. A sabiendas de que hay que promover el debate internacional respecto a un enfoque diferente frente al problema de las drogas, en el entretanto la lucha debe continuar, pues no es una opción sino una obligación la de defender el Estado y las instituciones.
A este respecto, el profesor Mejía plantea que la estrategia a seguir “no debe concentrarse en el combate a los cultivos de hoja de coca, sin desconocer las ventajas de los programas de erradicación voluntaria”. La razón “es que eso no les hace ni cosquillas a los narcotraficantes. Por eso hay que atacar los eslabones fuertes de la cadena, algo que consiste en destruir cristalizaderos y laboratorios, disrrupción del abastecimiento de precursores químicos y fortalecer las herramientas para combatir el lavado de activos y hacer más expeditos los procedimientos de extinción de dominio”.
Aparte de lo anterior, están las operaciones de interdicción. Como lo afirma el experto, es mucho más efectivo decomisar un cargamento de cocaína que arrancar miles de matas, con todo lo que ello implica para campesinos que no cuentan con muchas opciones de subsistencia.
Así las cosas, no hay que llevarse a engaños sobre lo que hay que hacer en el terreno, mientras se utiliza la diplomacia y se construyen alianzas dentro y fuera del continente que eventualmente derivarán en otra aproximación hacia la mejor manera de enfrentar este mal. Tampoco se pueden desconocer las amenazas internas, pues la política de la ‘paz total’ no se puede prestar para que los criminales hagan de las suyas si hay repliegues de la fuerza pública.
De manera paralela, es válida la idea de poner en marcha procesos como la convocatoria de un grupo de trabajo que examine la política de la legalización, a partir de realidad y no de falacias o sesgos ideológicos, según lo señaló el miércoles Juan Gabriel Tokatlián en este periódico. Aportes como el documento que presentó en noviembre la Comisión Global de Política de Drogas necesitan ser considerados pues, como dice el título del escrito, forman parte del “camino hacia una regulación justa”.
Para que las cosas funcionen, resulta indispensable que Gustavo Petro compruebe que cuenta con la capacidad de convocar a diferentes sectores de la población para llegar a consensos en este frente. Si, por el contrario, el Gobierno decide ignorar a los que piensan distinto, se habrá perdido otra oportunidad de avanzar, mientras Colombia vuelve a ser parte del problema que nace de cifras récord de producción de cocaína.
Y eso, a decir verdad, no le conviene a nadie. Solamente a los interesados en que el círculo vicioso de siempre se perpetúe, mientras algunos se distraen y creen que el elefante de la cocaína desapareció del salón, cuando en realidad continúa muy presente.
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