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Historia y realidad de la agricultura en Colombia

No haber resuelto el problema de la tierra trajo la distribución inequitativa de este recurso.

Las deficiencias de la producción de la agricultura colombiana, el mal uso de la tierra y la baja productividad han estado siempre presentes en nuestra historia. Desde la conquista del territorio hace ya más de 500 años hasta la actualidad, si bien a lo largo de los siglos se ha admirado la riqueza, la diversidad y el potencial productivo del país.
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Así emerge con claridad en el libro sobre la historia de la agricultura en Colombia cuya escritura dejó inconclusa Roberto Junguito Bonnet al fallecer a fines de 2020, pero que entre varios logramos concluir y acaban de publicar Fedesarrollo y el Banco de la República. Una obra que contiene 117 episodios en 645 páginas. El mejor homenaje que podía rendirse a la memoria de ese gran colombiano y brillante economista que fue Junguito.
El hilo conductor de la historia es el tema de la tierra. El primer virrey manifestó a España su preocupación por la apropiación de predios baldíos por parte de los súbditos de la corona. Asunto que adquirió mayor relevancia con la independencia, se trató en el Congreso de Cúcuta en 1821, se convirtió en tema prioritario de los secretarios de Hacienda durante el siglo XIX y estalló en la protesta de colonos y arrendatarios de los años veinte y treinta del siglo pasado.

Después de tanto insistir en la necesidad de un impuesto predial efectivo que castigara la improductividad de la tierra, es lamentable que no se haya logrado.

Vinieron después los esfuerzos fallidos de reforma agraria de los últimos noventa años hasta aterrizar en el primer punto del Acuerdo para la terminación del conflicto con las Farc en 2016 y en el programa de reforma que plantea el gobierno actual.
No haber resuelto el problema de la tierra trajo la distribución inequitativa de un recurso fundamental en Colombia y su mala utilización. Mientras en algunas regiones el suelo no se utiliza para la agricultura sino para la ganadería extensiva, en otros hay sobreexplotación y destrucción de los bosques como lo mostró el Censo Agropecuario de 2014. Estamos, pues, llegando tarde a encontrar la solución. La deforestación ha sido masiva: un millón de hectáreas entre 2010 y 2018. Es tiempo de actuar. Hay consenso político para cumplir con la reforma rural integral planteada en el Acuerdo de Paz y urge acelerar la actualización del catastro rural.
Después de tanto insistir en la necesidad de un impuesto predial efectivo que castigara la improductividad de la tierra, es lamentable que no se haya logrado. La situación sería diferente: la producción agrícola mayor, se habrían diversificado las exportaciones y se habría desarrollado un mercado activo de tierras. Ojalá que la reforma anunciada de los tributos territoriales haga posible, por lo menos, revisar las tarifas del impuesto predial y apuntar a la mejora de la capacidad administrativa de los municipios para recaudarlo.
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Otra preocupación permanente de los últimos doscientos años fue, y sigue siendo, la de las exportaciones agrícolas. Es triste comprobar que muchos cultivos cuyo potencial exportador se vislumbraba halagüeño en el siglo XIX –el algodón, por ejemplo– desaparecieron del mapa exportador. El problema de la tierra, la protección arancelaria y no arancelaria a los sectores de la agricultura y la agroindustria, el gasto público centrado en los subsidios y la falta de inversión en bienes públicos explican en muy buena parte la falta de una agricultura orientada a la exportación. Aunque dentro de ella sobresalgan, desde luego, renglones como el café, las flores y el banano, que se establecieron desde sus inicios mirando hacia el exterior.
El legado de Roberto Junguito, consignado en este libro, debería conducir a una nueva discusión sobre la política agrícola en Colombia. Por fortuna, la ministra Cecilia López fue su compañera de estudios, su amiga y su colega.
CARLOS CABALLERO ARGÁEZ
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