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Inflación, alimentos y vías

El desarrollo rural y la pobreza en el campo deberían ocupar un lugar prioritario en la agenda.

Comencé el año preocupado después de pasar unos pocos días en el campo, en un sitio hermoso casi no tocado por el hombre, en los límites entre Cundinamarca y Boyacá. El ritmo de la inflación de 2022 por encima de las previsiones de todos los analistas y el desborde de los precios de los alimentos son motivo de angustia con respecto al nuevo año.
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El golpe de un incremento de precios de la comida de 27,8 por ciento del año pasado es tremendo para las familias, y en particular, para las más pobres. El sector agrícola no responde adecuadamente a los incrementos de la demanda de alimentos.
Después de recorrer territorio de la zona Andina, que es en donde se produce una buena parte de los alimentos consumidos en Colombia, se entiende bien por qué. La agricultura está pidiendo a gritos bienes públicos, sobre todo carreteras. Los campesinos y sus mujeres tienen motos (que reemplazaron los caballos) y teléfonos celulares, pero las vías rurales son una vergüenza. Mucho más con un invierno tan prolongado como el que hemos vivido en los últimos meses, con derrumbes y cierres de vías como la de Popayán-Pasto esta semana. Cultivar, cosechar y transportar los productos agrícolas hacía pueblos y ciudades es complejo y costoso.
Es imposible que los municipios puedan construir y mejorar las vías. Las departamentales son, también, lamentables. ¿Qué puede hacerse? Yo recordaba el Fondo de Caminos Vecinales del presidente Lleras Restrepo, que hoy sería imposible de armar por la corrupción, porque quedaría en manos de la clase política profesional y al riesgo de su utilización clientelista. Pero sin vías no hay desarrollo, no solo sin troncales –que están mal– sino sin secundarias y, especialmente, terciarias. Me pregunto si las regalías, generalmente mal gastadas, podrían dedicarse a un audaz programa de carreteras por todo el país, orquestado desde el DNP.

Hay que aprovechar que el Gobierno tendrá recursos en este año para invertirlos bien y evitar su despilfarro en subsidios urbanos mal enfocados.

Las áreas rurales, además, se están quedando sin población. Más que en el pasado, los campesinos quieren vender sus tierras y trasladarse a las ciudades. Ahora, en buena parte de la geografía no es por la violencia sino por la precariedad de la vida rural y la pobreza. Por eso recordaba igualmente la prioridad otorgada en el gobierno del presidente López Michelsen a los programas de alimentación y desarrollo rural por considerar, como lo recuerdan Miguel Urrutia y Christian Robles en un libro reciente, Política social para la equidad en Colombia: Historia y experiencias (Ediciones Uniandes, 2021), que “existen en el sector rural dos sectores ampliamente diferenciados: el denominado tradicional de subsistencia produce más del 55 por ciento de los alimentos de consumo directo en el país y el 20 por ciento de los productos para uso industrial”. Este era, y sigue siendo, el “más pobre y menos modernizado”.
El otro, el “moderno”, era el de “la agroindustria exportadora”. En una primera etapa ambos programas fueron exitosos y se evaluaron bien. Pero, como siempre ocurre, los gobiernos posteriores terminaron desmontándolos.
En el próximo mes, cuando comenzará a debatirse en el Congreso un nuevo plan de desarrollo, el desarrollo rural y la pobreza en el campo deberían ocupar un lugar prioritario en la agenda. Hay un consenso entre los académicos sobre la discriminación en contra del desarrollo y de los territorios por parte de las políticas públicas y a favor de los sectores urbanos. Además, es claro que la mejoría en la distribución del ingreso pasa por cerrar la brecha de ingresos entre los habitantes del campo y los de las ciudades.
Y hay que aprovechar que el Gobierno tendrá recursos en este año para invertirlos bien y evitar su despilfarro en subsidios urbanos mal enfocados, con un efecto perverso en la desigualdad.
CARLOS CABALLERO ARGÁEZ
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