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¿La democracia en peligro?

70 por ciento de los colombianos, de acuerdo con las encuestas, no creen en nada ni en nadie.

Colombia se encuentra en un punto de inflexión. No es claro para dónde vamos como sociedad. Lo que se ha recorrido en los últimos doscientos años no sirve para predecir hacia dónde iremos en los próximos cinco. Esto ocurre cuando se atraviesa por una crisis tan profunda como la que vivimos, exacerbada por la pandemia universal.
Conversando en estos días con un amigo, me comentaba sobre fenómenos que no vemos quienes creemos estar bien informados. Por ejemplo, que ha surgido un conjunto de empresarios jóvenes, emprendedores, echados para delante, que desconfían enormemente de las instituciones, que ven el Estado como un gran estorbo y a quienes los tienen sin cuidado el devenir político. Percepción que cuadra con la de ese 70 por ciento de los colombianos quienes, de acuerdo con las encuestas, no creen en nada ni en nadie. Les interesa lo que están haciendo, lo hacen bien, trabajan duro, crean empresas y generan empleo. Están desconectados del país político y mientras se mantenga una mínima dosis de estabilidad económica podrán sobrevivir.
Una de las características del punto de inflexión es, precisamente, la desconexión. Es sorprendente la falta de vasos comunicantes entre los diferentes grupos sociales, los de antes y los nuevos. Las gentes creen que este país es manejado por unos ricos que se reúnen en los clubes sociales y manejan los hilos del poder. O por unos tecnócratas, encerrados en el Banco de la República, en Fedesarrollo y en las universidades. Nada más alejado de la realidad.

En un sistema democrático la política, bien practicada, es fundamental para buscar el mayor bienestar de los gobernados.

El poder está en el Congreso, en la Contraloría, en la Procuraduría, en la Fiscalía, en la Defensoría del Pueblo, interconectados entre sí por la politiquería. Y, paradójicamente, en un avispero de contratistas corruptos, relacionados con los políticos a quienes les financian sus campañas, que giran alrededor de las entidades nacionales y locales, y se han convertido en una nueva y poderosa élite. A veces la justicia les facilita el juego; otras, los medios y las redes sociales sin entender la trama que hay de por medio. A todas esas personas es a quienes conviene, por ejemplo, que no se aplique la ley de garantías, sin importarles para nada la transparencia de los procesos electorales ni las opiniones en contrario.
* * * *
El país, entonces, no se puede analizar con los lentes del pasado. Cada cual va por su lado promoviendo intereses propios, abriéndose campo a la fuerza, sin considerar a los demás. No hay sentido del interés colectivo, que debería primar sobre el particular. Ese concepto no existe. Un espectáculo verdaderamente lamentable es el de los expresidentes, quienes deberían ser los primeros en dar ejemplo, pero no miden las consecuencias de sus actos. Desprestigian la historia y la política. Con razón la gran mayoría de colombianos no quiere conectarse con los partidos. “Si esos son los que nos han gobernado en los últimos treinta años y se tratan así, es mejor no tener nada que ver con eso que llaman la política”, sería el razonamiento del colombiano medio.
El resultado es una gran confusión, un ruido ensordecedor que impide la conexión, que no deja oír a quienes hablan, ni hablar a quienes tienen algo importante que decir. En ese entorno comienza la campaña electoral del año próximo, con cuarenta y más candidatos a la presidencia.
Es el peor ambiente posible. No solamente porque es caldo de cultivo para el populismo y el caudillismo, sino porque en un sistema democrático la política, bien practicada, es fundamental para buscar el mayor bienestar de los gobernados. Quien quiera que llegue a la presidencia necesita tener un programa, armar una coalición y contar con el Congreso. Si no ocurre así, está en peligro la democracia.
CARLOS CABALLERO ARGÁEZ
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