Vuelve a estar de moda el precio del dólar. Esta semana coqueteó con máximos históricos. Démosle perspectiva al dato: cuando el presidente Duque iniciaba su gobierno, pagábamos $2.900 por cada dólar. Tres años después hay que aportar casi $1.000 más para adquirir ese mismo dólar. Bajo esa métrica, hay una verdad de a puño: somos ahora 30 % más pobres.
La tasa de cambio en Colombia no tiene dolientes en la política pública. Ni el Gobierno ni el Banco Central tienen en su lista de objetivos velar porque la tasa de cambio se mantenga dentro de cierto rango. Eso no siempre fue así. En la última década del siglo pasado la tasa de cambio estaba en la lista de objetivos del Banco Central. La defensa de la misma, sin embargo, no salió bien. Cuando los vientos de crisis pedían un debilitamiento de nuestra moneda, su defensa férrea por parte del Emisor exacerbó las consecuencias domésticas de la crisis. Esa experiencia acabó con el retiro de la tasa de cambio del set de objetivos de política monetaria. Llegó así el mantra de la flexibilidad cambiaria, de dejar que los caprichos de la moneda decidan su destino.
El mantra de la flexibilidad lo cumplimos a rajatabla en los recientes episodios de agudas depreciaciones: la actual, la generada por el colapso petrolero en 2015 y la del comienzo de la pandemia. Ahora la tasa de cambio se mueve al son de las fuerzas de mercado, del interés foráneo por invertir en Colombia y local por hacerlo afuera, de las dinámicas del comercio internacional, de las decisiones crediticias, las monedas en las que las concretamos y de las perspectivas de nuestro entorno.
Pero que no tengamos en el radar objetivos cambiarios no significa que su devenir sea inocuo. Una depreciación del 30 % deja con sonrisa amplia a aquellos que exportan, siempre y cuando sus productos no dependan a su vez de importaciones de materias primas o equipos. Deja con semblante serio a quienes tienen sus ingresos concentrados en moneda local, pero tienen deudas denominadas en otras monedas. Encarece también muchos proyectos de infraestructura que descansan parcialmente en equipos comprados en el exterior.
Para muchos, sin embargo, la noticia lucirá irrelevante. Pensarán que no pertenecen a ninguna de esas categorías y los tendrá sin cuidado la noción teórica de que somos 30 % más pobres. Sin embargo, y a pesar de que somos una economía muy cerrada, a todos nos afecta: casi sin excepción todos tenemos en nuestros hábitos de consumo bienes y servicios producidos afuera que ahora resultan más onerosos. De hecho, triste conclusión, cuando hay una devaluación fuerte en Colombia, el costo de vida que enfrentan los hogares de ingresos bajos crece más que el de hogares de ingresos altos. A esa conclusión llega una reciente tesis de maestría en economía de la Universidad de los Andes, escrita por Laura Acevedo. Mal momento social para esos caprichos cambiarios.
Twitter: @mahofste